Resumen
Este ensayo explora las contradicciones que emergieron entorno al consumo de alucinógenos americanos en la época colonial. De acuerdo con los marcos de referencia europeos, la ingesta de esta clase de sustancias resultaba problemática, en especial desde el punto de vista religioso. Por esta razón, en muchas ocasiones su uso llegó a ser considerado como una amenaza para los valores cristianos y, por ende, fue perseguido por las autoridades. Pese a que personas de todos los orígenes sociales y económicos las consumían, la mayoría de las acusaciones por idolatría, hechicería, superstición y brujería recayeron en indígenas y afrodescendientes. Estos individuos llevaban a cabo prácticas relacionadas con la magia amorosa, la adivinación, la búsqueda de tesoros u objetos perdidos en un contexto caracterizado por la desigualdad y la violencia. El consumo de alucinógenos puede entonces evidenciar tanto huellas de resistencia cultural, como marcas de desposesión y violencia en los cuerpos racializados.
A principios del siglo XVII, en la provincia de Antioquia, noroeste de Colombia, Pedro de Silva obligó a Diego Panojo, un indígena de su encomienda, a consumir la yerba borrachera ——seguramente una especie del género Brugmansia— con la esperanza de que sus visiones revelaran dónde estaban las guacas o sepulturas indígenas prehispánicas, que en aquella región solían estar repletas de oro.1 La ambición de Silva lo hizo propenso a creer que las alucinaciones de Panojo le ayudarían a mejorar su situación económica. A todas luces el ritual que tuvo que ejecutar Diego contravenía los avances de la evangelización, proyecto que, por lo menos en teoría, todo encomendero debía ayudar a fortalecer. En su lugar, Silva obligó a un indígena que ya había abrazado el cristianismo a consumir una planta que era problemática para los europeos porque desde antes de la Conquista los indígenas la empleaban para comunicarse con sus dioses. Pero esto poco le importó a Silva. El conocimiento, las visiones y el cuerpo de los indígenas debían alinearse para satisfacer su fiebre de oro.
En Colombia, las alusiones a este tipo de consumo durante el periodo colonial son escasas, y no precisamente porque las plantas alucinógenas fueran irrelevantes en este contexto.2 Esta ausencia se debe en parte a las propias dinámicas de la Conquista. Por ejemplo, en el caso de la ayahuasca es difícil encontrar referencias de los siglos XVI y XVII porque la colonización del sudeste del país —donde se mantiene una fuerte presencia de las comunidades indígenas que consumen esta liana— fue tardía y no se conservan muchos registros anteriores al siglo XVIII.3 Tampoco hay que olvidar el poco interés que este tema ha suscitado en la historiografía colombiana. El caso de Diego Panojo solo ha sido mencionado en un par de ocasiones para señalar los conflictos entre encomenderos e indígenas en esa región y para ilustrar la rigurosa preparación para la ingesta del borrachero, que requería largos períodos de ayuno.4
Este episodio revela la paradoja que se esconde en el consumo de alucinógenos durante la época colonial y en la perpetuación de prácticas consideradas supersticiosas y problemáticas para los conquistadores. El caso del borrachero, lejos de ser único, se inscribe en una serie de procesos que se emprendieron en diferentes partes del continente americano entre finales del siglo XVI y principios del XVII con el fin de erradicar o controlar el uso de plantas sospechosas de alimentar la idolatría y la superstición, entre las que destacan el tabaco, la coca y el peyote.
Cuando se piensa en el uso de alucinógenos de origen americano durante los siglos XVI y XVII es inevitable suponer que fueron rechazados por los europeos, y que dicha repulsión alimentó una retórica inspirada en preceptos religiosos. De allí que la prohibición de esta clase de plantas comúnmente se presente como una consecuencia apenas lógica. Pero más allá de las diatribas de algunos cronistas y de los debates eclesiásticos, muchas veces se pierde de vista que el consumo de estas sustancias durante el periodo colonial no se circunscribe a las sociedades indígenas que se resistían a abandonar sus creencias, o al proceso de adaptación de los afrodescendientes a las condiciones impuestas por el Nuevo Mundo. Por el contrario, es posible encontrar casos en los que incluso frailes llegaron a ser investigados por ser fumadores de tabaco y asiduos consumidores de peyote.5 Quizás los procesos más conocidos sean los que involucran a mujeres españolas, criollas y mestizas que empleaban estas plantas para un sinnúmero de fines relacionados con la magia amorosa. Esto podría llevar a pensar que era un asunto que estaba íntimamente relacionado con lo femenino, pero las mujeres no fueron las únicas señaladas por propagar la superstición.
A partir de la década de 1570 se emprendieron iniciativas de control de los avances de la evangelización entre los indígenas, junto con un examen de cristianos viejos y nuevos. Para lograrlo, se establecieron los tribunales de la Inquisición en América y las campañas de extirpación de idolatrías. En los juicios se vieron involucradas personas de todos los orígenes que, en la mayoría de los casos, fueron acusadas de delitos como superstición, brujería y herejía. En este momento, comenzaron a aflorar las discusiones en el seno de la sociedad hispánica o —más precisamente—, cristiana. Surgieron debates álgidos en torno a la pertinencia de permitir o castigar el uso de estimulantes y alucinógenos americanos.6 Las autoridades civiles y eclesiásticas temían que la adopción de dichas prácticas por parte de los europeos pusiera en vilo los pilares de su identidad, cimentada en los principios de la religión católica.7 En este contexto, la Inquisición prohibió el consumo de peyote en Nueva España: según el edicto promulgado en 1620, los inquisidores amenazaban con excomunión, sanciones económicas y penas corporales a quienes se atrevieran a seguir ingiriendo el cactus para tener visiones y así “descubrir hurtos, y adivinar otros sucesos, y futuros contingentes ocultos”.
Las disposiciones con las que la monarquía española y la Iglesia buscaban restringir el consumo de tabaco, coca o peyote se expidieron a principios del siglo XVII. Es fácil caer en la tentación de asumir que éstas formaban parte de una misma iniciativa que pretendía imponerse en todo el territorio americano. No obstante, todo parece indicar que tales medidas estuvieron inspiradas más bien en dinámicas regionales. Por ejemplo, entre 1606 y 1614, la Corona española prohibió los cultivos de tabaco en varias islas del Caribe y Venezuela. También es cierto que desde las primeras décadas de la Conquista, el tabaco había generado rechazo entre los cronistas, que se encargaron de construir una imagen deleznable de los fumadores. Esta representación estaba estrechamente ligada a los sectores populares: indígenas, individuos esclavizados y campesinos, habitualmente representados en la iconografía con escenas que retratan el libertinaje llevado a cabo en tabernas y burdeles. Pero los motivos para proscribir los cultivos no estaban arraigados en asuntos religiosos o simbólicos. La prohibición se alejaba del temor a la corrupción moral que el humo de tabaco ayudaba a propagar, para acercase a un miedo más acuciante y mundano. En realidad, con esta medida se buscaba detener la avanzada de piratas holandeses y franceses que llegaban a las costas a comerciar con los habitantes empobrecidos de aquellos lugares, para intercambiar ropa por tabaco. Está de más decir que se trató de un intento fracasado. Fueron precisamente los holandeses y los ingleses quienes ayudaron a globalizar el tabaco al emplearlo de forma similar a como lo hacían en América, para sellar alianzas militares y acuerdos comerciales.
Podría parecer contradictorio que los españoles recurrieran a métodos poco ortodoxos para resolver asuntos o conflictos cotidianos, ya que eran justamente éstos la base de la acusación que recaía sobre los indígenas según la vasta literatura en contra de la idolatría. Solo basta echar una mirada a los procesos de la Inquisición en Nueva España entre finales del siglo XVI y las primeras décadas del siglo XVII para darse cuenta de que, en muchos de ellos, los protagonistas tenían orígenes sociales y económicos diversos. Los expedientes detallan prácticas consideradas supersticiosas que incluían la ingesta de peyote para buscar objetos perdidos, hallar las razones de un amor no correspondido, o para menguar el carácter violento de esposos, amantes y amos. Cabe preguntarse entonces por qué muchas de las acusadas eran mujeres afrodescendientes.8 Quizás porque eran justamente ellas quienes más necesitaban que esa mezcla de plantas y conjuros fuera efectiva para manipular sus circunstancias; una forma de actuar sobre una realidad que difícilmente podían cambiar: estar sometidas al mal carácter de los esclavizadores, a la traición de sus amantes y a la violencia. Algunas de ellas incluso lograron combinar la pericia en este arte de lo sobrenatural con oficios como lavanderas, costureras o parteras, lo que les sirvió para comprar su libertad y tener una vida —si bien modesta—, libre de ataduras. Esta garantía, sin embargo, no siempre resultaba duradera. Como demostró la historiadora Ana María Silva Campo, a no pocas de ellas la Inquisición, además de condenarlas al destierro y a cientos de azotes, también les confiscaron los bienes que habían conseguido tras ser reconocidas como curanderas, hechiceras y brujas.9 Desde la acusación hasta la sentencia se evidencia el criterio desigual que se aplicaba a la hora de perseguir y castigar a las mujeres afrodescendientes. La primera alimentaba un prejuicio y la segunda se presentaba como un nuevo acto de desposesión. Se trataba de construir un arquetipo de la bruja racializada que serviría para perpetuar su condición de mujer pobre.
El consumo de alucinógenos no era solo una muestra de resistencia cultural por parte de indígenas y de afrodescendientes, sino que se encontraba inserto en relaciones de desigualdad propias de la sociedad colonial. Es innegable que, aunque en muchos casos los indígenas y afrodescendientes podían recibir una compensación económica o una suerte de estatus por sus habilidades o conocimientos relacionados con plantas como el peyote, el borrachero, la coca o el tabaco, no se pueden subestimar los peligros que acarreaban los rituales y, peor aún, los riesgos que la persecución por parte de la Inquisición imponía sobre sus cuerpos. Las acusaciones y los castigos de carácter ejemplar demostraban que la gravedad de los delitos estaba condicionada por el lugar social que ocupaba quien era señalado por infringir algún precepto moral o religioso. En algunos procesos se menciona que la ingesta de alucinógenos era llevada a cabo por indígenas y afrodescendientes, pero en muchas ocasiones, los beneficiarios de las alucinaciones eran —en última instancia—, los españoles y sus descendientes.10
Si bien, en principio, estas plantas alucinógenas estaban estrechamente vinculadas con los marcos de referencia indígenas, luego de la Conquista, terminaron siendo apropiadas y, en consecuencia, reinterpretadas y usadas para propósitos distintos a los del contexto cultural de origen. Curar, adivinar el futuro, cambiar los designios del destino o buscar objetos perdidos y tesoros se convirtieron en tareas que asumieron los indígenas y los afrodescendientes, si bien en muchos casos atendieron necesidades ajenas y se hicieron en contra de su voluntad, como el de Diego Panojo y la yerba borrachera. El consumo de alucinógenos muestra cómo operaban los mecanismos de desigualdad y violencia de la sociedad colonial. Mientras los europeos buscaban nuevas maneras de enfrentar su realidad al adquirir un gusto por aquello que en principio debían rechazar, se valieron del conocimiento indígena y de la vulnerabilidad de los afrodescendientes esclavizados y libres, para construir y perpetuar una imagen negativa sobre los cuerpos racializados.
Archivo General de la Nación (AGNC), Bogotá, Colonia, Visitas Antioquia, Tomo III, Titiribí y Ebéjico. ↩︎
El borrachero sigue siendo reconocido, aunque no precisamente por su importancia comercial o por el lugar central que ocupa entre los indígenas del país, sino porque la escopolamina es la protagonista de los asaltos callejeros. John Slater, “Drugs, Magic, Coercion, and Consent: From María de Zayas to the ‘World’s Scariest Drug’”, Reconsidering Early Modern Spanish Literature through Mass and Popular Culture: Contemporizing the Classics for the Classroom, eds. Bonnie Gasior y Mindy E. Badía (Newark: Juan de la Cuesta, 2021), p. 284. ↩︎
Martin Nesvig señaló la dificultad para encontrar referencias sobre el consumo de ayahuasca en la época colonial. Martin Nesvig, “Forbidden Drugs of the Colonial Americas”, The Oxford Handbook of Global Drug History, ed. Paul Gootenberg (Oxford: Oxford University Press, 2022), p. 166. ↩︎
Mauricio Alejandro Gómez Gómez, Del chontal al ladino: hispanización de los indios de Antioquia según la visita de Francisco de Herrera Campuzano, 1614-1616 (Medellín: Fondo Editorial FCSH, 2015), pp. 79 y 129; Gregorio Saldarriaga, Alimentación e identidades en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVI y XVII (Bogotá: Ministerio de Cultura, 2012), pp. 169-170. ↩︎
“Proceso contra Fray Pedro de Olmos, sacerdote profeso franciscano, por blasfemo”, México, 1586. Archivo General de la Nación (AGNM), Ciudad de México, Inquisición, vol. 140, exp. 1, 70 ff. ↩︎
Por ejemplo, los debates en torno al consumo de coca en el virreinato del Perú. Véase, Paulina Numhauser, Mujeres indias y señores de la coca. Potosí y Cuzco en el siglo XVI (Madrid: Cátedra, 2005); Ana Sánchez, “El talismán del diablo. La inquisición frente al consumo de coca: (Lima, siglo XVII)”, Revista de la Inquisición 6 (1997): 139-162. ↩︎
Incluso el chocolate llegó a ser objeto de sospecha. Véase Marcy Norton, Sacred Gifts, Profane Pleasures. A History of Tobacco and Chocolate in the Atlantic World (Nueva York: Cornell University Press, 2008); María Águeda Méndez, “Una relación conflictiva: la Inquisición novohispana y el chocolate”, Caravelle 71 (1998): 9-21. ↩︎
Joan Bristol y Matthew Restall, “Potions and Perils: Love Magic in Seventeenth Century Afro-Mexico and Afro-Yucatan”, Black Mexico: Race and Society from Colonial to Modern Times, eds. Ben Vinson y Matthew Restall (Albuquerque: University of New Mexico Press, 2009); Joan Bristol, “Ana de Vega, Seventeenth-Century Afro-Mexican Healer”, The Human Tradition in Colonial Latin America, ed. Kenneth J. Andrien (Lanham: Rowman and Littlefield Publishers, 2013). ↩︎
Ana María Silva Campo, “Fragile fortunes: Afrodescendant women, witchcraft, and the remaking of urban Cartagena”, Colonial Latin American Review 30.2 (2021): 197-213, doi: https://doi.org/10.1080/10609164.2021.1912481. ↩︎
Martin Nesvig, “Sandcastles of the Mind: Hallucinogens and Cultural Memory”, Substance and Seduction. Ingested Commodities in Early Modern Mesoamerica, eds. Stacey Schwartzkopf y Kathryn E. Sampeck. (Austin: University of Texas Press, 2017). ↩︎